Era igual.
Nos amábamos, sin embargo nos perdíamos en el silencio de
nuestra compañía.
Como si el uno no fuera suficiente para el otro.
Ni el agua salada, ni el momento, ni el mar, todo se volvía
un flashback, un deja vu, una ruleta constante.
Ese vacío incomodo que nos incomodaba, nos separaba a los dos.
Se repetía la misma historia una y otra vez. Repetía el
patrón, encajaba en su perfil.
Y yo, como masoquista, un estado de conformidad o quizá
de comodidad.
Disfrutaba de su silencio y de su indiferencia fatal.
Volví a ese lugar, a ese nido.
Quizá por el deseo de repetir aquella historia, la misma
historia, completa.
El comparar y descartar, el personificarlo en ese cuerpo, en
ese color, ese pelo, su mirada perdida, desesperada.
Y vuelvo a ser esa que no puedo llamar yo, esa doncella. La que
vive atrapada en la torre, la que baja a cantar al lago, la que busca consuelo
en el bosque oscuro, tenebroso, indescifrable.
Agradecida por la
inspiración, la musa tenebrosa de su mirada, de su dolor.
Repitiendo la historia, o buscándola repetir.
No sirvieron los años
ni los días. No sirvió la tristeza, las recaídas, ni la recuperación.
Y vuelvo a ser esa que no puedo llamar yo.
Matices góticos, imágenes medievales. ¡Buen texto!
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